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Y cuando todo esto termine, ¿qué?, seguirá la primavera

-Colaboración Especial para CDIrevista, Jun 2021


Aunque aún no estamos ahí y todavía no le hemos dado vuelta a la página, la luz es cada vez más clara. Lejana pero más brillante. Coleccionistas del Smithsonian han guardado desde los inicios evidencia de estos tiempos: un cubrebocas, una prueba rápida positiva; elementos que vistos a distancia van a evocar recuerdos profundos, dolorosos. Muchos nos hemos anestesiado ante las monstruosas cifras y permutado la paranoia de la pandemia en un modus vivendi; no ha quedado de otra, tuvimos que aprender a vivir a pesar del virus, o más bien, a coexistir.


Sin duda el mundo como lo conocemos ya no será igual. Casualmente así titule la primera entrevista que hice aquel viernes 13 de marzo del 2020 al infectólogo Dr. Francisco Moreno Sánchez en su consultorio, cuando aún no había que quedarnos en casa y no conocíamos la distancia. Fue la primera que hice entorno a COVID-19 y también la única que hasta entonces había hecho en mi vida. Hubiera preferido errar en el título.


Y en efecto el mundo cambió, porque como dijo Pablo Neruda en su Poema 20: “nosotros, los de antes, ya no somos los mismos”. Y cómo vamos a serlo, si las huellas de la pandemia quedarán por siempre más allá de nuestras pantallas, en lo más profundo de nuestro ser. Las pérdidas, unas mayores que otras pero finalmente todas ellas pérdidas, dejaron sensaciones de vacío que a pesar de llegar a la inmunidad de grupo y dar fin a la propagación del virus, permanecerán por siempre en nuestras maletas de vida. Fueron pérdidas humanas, sueños truncados, amigos extrañados, negocios desérticos, aulas desocupadas, abrazos amputados, abuelos solitarios.


Pero más allá de esas marcas indelebles habremos integrado nuevos elementos a nuestra vida post pandemia. Así como en 2009 con la pandemia de influenza aprendimos el “estornudo de etiqueta”, cuando hayamos regresado a lo que conoceremos como normalidad, posiblemente el cubrebocas sea un artículo imprescindible en ciertos escenarios, no siempre ni en todos lados, pero sí lo usaremos cuando tengamos gripas, incluso para acudir a centros médicos o subirse al avión. No lo sé. Hace mucho perdí la confianza en mis predicciones. Pero no sería descabellado pensar que tal como lo usan de forma habitual en países orientales durante los meses de invierno, cuando las personas protegen sus vías aéreas con cubrebocas; será un protocolo de higiene a considerar en la cultura post-COVID19.


También aprendimos un término que definitivamente no iba con la idiosincrasia pre coronavirus: la flexibilidad. Hoy hemos aprovechado la conectividad y la tecnología para con bastante eficacia estar donde físicamente no estamos. La telemedicina, la oficina desde casa, las clases por zoom y las conferencias virtuales, han encontrado formas nuevas y terrenos vírgenes. Difícilmente olvidaremos esa posibilidad.


Por otro lado, nos encontraremos con muchas personas con secuelas físicas que serán sobrepasadas por los efectos a largo plazo psicológicos. La salud mental también es salud, y por desidia la hemos ignorado. Los encierros tan estridentes y solitarios, la escuela perpetua a través de inhumanas pantallas, la incertidumbre y angustia que luego de acecharnos por tanto tiempo cobran factura, y las consecuencias colaterales económicas, sociales y políticas, dejarán una generación trastornada, sin ánimo, languidecida. Esperemos hallar suficientes antídotos.


La buena noticia es que muchos piensan que los años venideros seguirán los pasos de los boyantes años 20s que florecieron luego de la pandemia de 1918. Y no lo dudo. Sí viajaremos los trayectos no recorridos, gastaremos lo que quizás aún no hemos recuperado, y nos reuniremos con mayor fervor e intensidad. Supongo que al principio será con torpeza, hace varios meses que olvidamos cómo era eso de convivir y armar una conversación sobre nada. Pero lo que bien se aprende no se olvida y cuando podamos, reconoceremos inmediatamente el placer olvidado del calor humano.


Sin embargo todo a su tiempo. Primero hay que acabar de vacunarnos. Todos. Sin estar inmunes seguiremos por definición siendo susceptibles al virus. Y eso llevará un tiempo. Mientras, es natural sentirnos en una especie de limbo, como estar demasiado tiempo en el purgatorio de Dante. Pero es que el trayecto a realmente acabar con la circulación del coronavirus será un juego en tonos de grises, donde la mayor virtud seguirá siendo la paciencia y la mejor habilidad el saber lidiar los riesgos.


Una vez que logremos protegernos como humanidad tocará perderle el miedo a cruzar el umbral de la casa. A llenar las agendas de inútiles pendientes y salir de nuevo al sol. A dejar de ver a todos como posibles amenazas, ignorar el instinto germofóbico e intentar olvidar por sanidad, este episodio aún en curso.


Pero mientras, debemos seguir pendientes, alertas. Los que hemos llegado hasta aquí hoy tenemos que continuar con ánimos, con fuerzas. Un conjunto de partículas inanimadas un millón de veces más pequeños que la punta de un alfiler nos enseñó que somos más frágiles de lo que creíamos, que como especie humana estamos más interconectados de lo que pensábamos, y que no podemos ignorar las interacciones con los ecosistemas y el entrono. Lecciones de vida que como testigos debemos transmitir y adoptar.


A lo largo de todo este tiempo la ciencia nos ha indicado el camino certero y también alumbrado la salida, sigamos así sin perder de vista el compás. Hoy sabemos que la mayor forma de transmisión del virus es a través del aire, de un humo invisible capaz de invadir los espacios cerrados. Así que sal, abre ventanas, ventila, y filtra el aire. Vigila lo que respiras. Usa cubrebocas; si al día de hoy sigues sin hacerlo no es por ignorancia, es por terquedad. Ésta es una enfermedad que sí podemos prevenir, evita contagiarte. Cuídate.


Como diría el mismo Pablo Neruda “podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera.”










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