Cuando el menor de mis hijos aún estaba en los primeros años de primaria, me preguntó que qué creía yo: si los humanos habían sido creación divina en el sexto día como cuenta el texto bíblico, o bien somos producto de la paulatina evolución de las especies como Darwin describió. La pregunta asumía que ambas narrativas no podían coexistir. Mi hijo me miraba ansioso, quería que le ayudara a decidir qué creer él; por qué su maestra en el colegio le platicaba acerca de enormes dinosaurios y homínidos primitivos, y sobre el mismo tema su morá en clase de hebreo relataba con enorme convicción el libro de Génesis. Cuál de las dos eran. ¿Acaso lo engañaban? Cómo podía ser.
Como mujer judía estoy de acuerdo con tu morá, le dije. Y como mujer científica con tu maestra. Las dos ideas sobre el origen del humano son verdaderas y compatibles. Mi cosmovisión incluía simultáneamente las dos narrativas. Obviamente mi respuesta no dicotómica lo confundió más; me miró pensativo e incrédulo. Cuál debía elegir él.
Casualmente, esa tarde nos encontramos a un rabino. Hazle la misma pregunta a ver qué te dice, le insistí. Mi hijo lo abordo y le expresó la disyuntiva. Para ahora sorpresa mía el rabino contestó similar a mí. Ambas son ciertas, aclaró, la teoría de evolución nos dice cómo se hizo, la Biblia nos explica para qué. Así desarmó el conflicto y disolvió el dilema.
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Posiblemente la anécdota que comparto la hemos vivimos muchos, especialmente quienes no somos ateos y al mismo tiempo confiamos en la ciencia como forma de entender el Universo. De hecho, el mismo Albert Einstein, considerado como el científico más famoso del siglo XX, decía que entre más estudiaba ciencia más le sorprendía la complejidad del Universo y más creía en la existencia de un Creador.
Según Pew Research Center el 85% de la población mundial se identifica con una religión y 65% de las personas concuerdan con la teoría de Darwin. Así que somos muchos varios millones de terrícolas que de alguna manera conciliamos la ciencia y la religión. De hecho, la revista científica Nature en 2024 reporta que gran cantidad de estudios muestran que prácticas religiosas y espirituales pueden mejorar la salud de las personas y su bienestar, incrementando la cohesión social, comportamientos empáticos y altruistas, y protegiendo a las personas de conductas adictivas y declive cognitivo. Somos mente, cuerpo y alma.
Y parecieran que son sinónimos, sin embargo, religión y espiritualidad son dos cosas bien distintas. La religión se compone de un conjunto específico de tradiciones, creencias, ritos, tradiciones, símbolos y prácticas organizadas que se comparten con un grupo de personas, mientras que la espiritualidad es más una práctica individual que tiene que ver con lograr paz interna, conexión y propósito. Es decir, la primera es más estructurada y colectiva dando respuestas fijas -dogmáticas- a lo que está bien y mal, distinguiendo lo sagrado y lo prohibido, y estableciendo categóricamente lo que sus seguidores entienden por verdadero y falso; y la segunda, la espiritualidad, es más flexible, personal, centrada en el crecimiento del individuo, en el autoconocimiento y la búsqueda de su propia verdad. En la religión el poder lo tiene el Todopoderoso, en la espiritualidad el poder yace en nuestro interior. Lo que ambas comparten es la reflexión, una ética, la capacidad para inspirarse y maravillarse, y la sensibilidad para tener creencias. El sociólogo francés Emile Durkheim diferenció a la religión como un sistema solidario social recordando que la etimología de la palabra proviene del significado de “vínculo” en latín, y a las creencias como experiencias individuales.
Lo que sí, es que perfectamente se puede ser religioso y también espiritual, que es la forma tradicional de la fe y en 2023 en Estados Unidos correspondió a la mitad de las personas adultas. Se puede en ciertas circunstancias extremas ser religioso y no espiritual, como se identifican uno de cada diez de quienes respondieron la misma encuesta de Pew Research Center. Se puede no ser ni religioso ni espiritual, que sería lo que algunos llaman humanistas. O la cuarta opción, para la cual el mismo estudio encontró que sería la quinta parte de la población estadounidense: ser espiritual y no afiliado o identificado con alguna religión; es decir, secular espiritual. Creer en D-os es opcional.
Aunque podría ser lógico que a lo largo de la historia científicos ilustres como Newton, Galileo y Pascal fueran también grandes creyentes, y que el médico Maimónides y el genetista Gregorio Mendel fueran religiosos: rabino y monje, respectivamente, también algo semejante ocurre en tiempos modernos. Hay ejemplos como el Prof. Derek Barton ganador del Premio Nobel de Química en 1969 que decía que “Dios es la verdad; no hay incompatibilidad entre la ciencia y la religión, ambas buscan la misma verdad”, y como el físico nuclear Prof. Robert Neumann que decía que “La existencia del Universo requiere que se concluya que Dios existe.” Por su parte, es importante recalcar que hoy una tercera parte de los científicos, como el famoso autor de “El gen egoísta”, Richard Dawkins se identifican como ateos o “no creyentes” y que Dawkins, abiertamente ateo, es miembro de varias organizaciones humanistas y dice que “ser ateo es evidencia de tener una mente sana e independiente”. Y finalmente, hay científicos como lo fue Albert Einstein que se auto denominan agnósticos, o “religioso que no cree”, porque Einstein creía en el “Dios de Spinoza”, que se revela en el orden armonioso del mundo natural y no en un dios que concentrado en los destinos y acciones de los seres humanos. Similar a Darwin, considerado teísta o más bien deísta por creer en un dios basado en la razón y no en una revelación.
Aclarando, el agnóstico dice no poder saber con certeza si existe un Ser superior mientras el ateo no cree en la existencia de un creador supremo del Universo. Así, se puede ser agnóstico teísta, que significa creer en D-os pero sin poder afirmar que existe con una certeza de 100%. Posiblemente científicos como Ernst Chain, (Nobel de Medicina, 1945), Arno Penzias (Nobel de Física, 1978) y Christian Anfinsen (Nobel de Química, 1972) eran agnósticos judíos.
Lo que es cierto es que René Descartes hablaba sobre dos sustancias creadas diferentes, el cuerpo que existe en un espacio y el alma o mente cuyos fenómenos no son físicos: objeto y sujeto; el dualismo mente-cuerpo en que éstos se vinculan. Hoy sabemos que va en doble sentido: la mente tiene un gran efecto sobre el cuerpo, y por su parte el cuerpo físico también sobre la salud de la mente. Y justamente sobre ello un estudio publicado en 2022 por la Escuela de Salud Pública de Harvard hizo un llamado a los servicios de salud argumentando que la espiritualidad debe ser incorporada al tratamiento clínico de enfermedades serias y en el cuidado en general de la salud. El estudio define espiritualidad según la establece la Conferencia Internacional para el Consenso en Cuidado Espiritual en Servicios de Salud: “la forma en que los individuos buscan propósito, significado, conexión, valor y trascendencia.” Puede o no incluir religión organizada, pero se extiende a muchas formas distintas de creación de vínculos como lo es a través de la familia, la comunidad e incluso la naturaleza. Los autores del estudio encontraron que las personas que practican la espiritualidad tienen mayor longevidad, más salud, mejor calidad de vida, menos depresión, disminuido riesgo de suicidio y menor incidencia de consumo de sustancias adictivas. Y la longevidad se explica en parte porque la espiritualidad promueve el apoyo social, de bienestar psicológico, de conductas saludables, de reducción de estrés, de estrategias para manejar las emociones y de sentido a la vida.
Este sentido de vida los japoneses lo llaman Ikigai y Victor Frankl lo describió en “El hombre en busca del sentido” como el motor de su supervivencia durante los terrores del Holocausto. Y es cierto, la espiritualidad, que se puede expresar a través de muchas y muy diversas formas se identifica como uno de los elementos claves de las llamadas Zonas Azules: los 5 puntos geográficos donde la cultura y los hábitos saludables de sus habitantes les auguran larga vida y de buena calidad.
Las versiones del crecimiento espiritual integran un amplio abanico, entre las que están las prácticas personales como la respiración, la lectura y estudio, y la meditación; las comunales como el rezo, las compartidas como las amistades y el tiempo con la familia, las mentales como la gratitud, satisfacción y la empatía, las del cuerpo como el comer saludable, dormir bien y hacer ejercicio, las del alma como los pensamientos positivos y la contemplación, las de la vida como la convivencia con otras especies, la naturaleza y los ecosistemas, las de servicio como la ayuda al prójimo, y las de justicia en el balance.
Lo que sí, es que aún hay un enorme abismo entre lo que se investiga hoy en el campo de la neurociencia y el posible saber de los procesos neurológicos que ocurren con la espiritualidad. Desgraciadamente el estigma y el miedo a ser descalificados hace que pocos científicos (solamente entre el 0.05% y 0.09% de los 2.5 millones de proyectos propuestos desde 1985 al NIH en Estados Unidos) estudien los mecanismos cerebrales de la religión y la espiritualidad. Y esto a pesar de la importancia cultural e influencia que la fe tiene en el comportamiento humano: desde fomentar creencias de lo supernatural y lo milagroso, hasta las doctrinas que pueden conducir a conflictos y guerras. En la década de 1990s se localizó el “punto de dios” ubicado en una de las regiones del lóbulo temporal que ha sido asociado a una mayor religiosidad. Desde entonces, estudios de imagenología han encontrado zonas cerebrales que se activan y desactivan con prácticas espirituales como el rezo o la meditación. Y aunque alentador, sin duda aún mucho por investigar y entender.
Y aunque a la partícula subatómica conocida como el Bosón de Higgs popular y erróneamente le llaman la “partícula de Dios” por su importancia en el Modelo Estándar de la física cuántica, hay una diferencia abismal entre la ciencia y la religión. En la religión se cree, mientras que la ciencia, que es epistémica y busca conocimiento, avanza precisamente porque no se cree; por ser escéptica. Y sin embargo se puede cuestionar, observar, comprobar y saber, incluso llegar a Eurekas maravillosos haciendo ciencia, a la par de una espiritualidad profunda. La una, no excluye a la otra. Coexisten.
El científico, divulgador de la ciencia y conductor de la serie Cosmos, Carl Sagan decía que “la ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad; es una profunda fuente de espiritualidad.”
Texto escrito para Naye Zajn
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